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Sí a la vida 2025. Un trasplantado.

“No se trata de suavizar la verdad, sino de entregarla con ternura. Cristo mismo nos enseñó este equilibrio: nunca justificó el pecado, pero siempre ofreció el abrazo primero.”

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Defender el bien sin condenar a nadie

Defender la vida no es una opción, es un deber. Pero juzgar a quien ha tomado una decisión dolorosa tampoco lo es.

El aborto y la eutanasia no son simplemente debates ideológicos o cuestiones de opinión. Son realidades que impactan vidas humanas de manera irreversible. Cada ser concebido tiene el derecho inalienable a vivir, y cada persona que sufre tiene una dignidad que no depende de su estado de salud o su autonomía. Sin embargo, cuando alguien toma la decisión de acabar con una vida –la propia o la de otro–, lo hace desde un lugar de profundo sufrimiento, miedo, presión o desesperanza.

San Juan Pablo II, en Evangelium Vitae, nos deja dos enseñanzas clave:

  1. La vida es sagrada e inviolable:
    «La vida humana es sagrada e inviolable. No hay ninguna circunstancia en la que pueda ser lícito matar a un ser humano, ya sea en su fase embrionaria o en su fase terminal.»
  2. La misericordia es innegociable:
    «A quienes han recurrido al aborto, la Iglesia les ofrece un camino de conversión, con sincero arrepentimiento y confianza en la misericordia del Padre.»

Ambas verdades deben ir siempre juntas. Defender la vida implica hablar con claridad y sin miedo, pero también con amor y compasión. No podemos quedarnos callados ante el mal, pero tampoco podemos convertirnos en jueces de quienes lo han cometido.

No juzgar al que sufre

Es fácil indignarse desde la comodidad de nuestras certezas. Pero, ¿qué sabemos realmente de la historia de cada persona que ha pasado por un aborto o ha pedido la eutanasia? ¿Entendemos el miedo de una madre sola, la desesperación de quien recibe un diagnóstico terminal, la presión social o incluso médica que empuja a tomar ciertas decisiones?

San Agustín decía:
«Odiar el pecado, pero amar al pecador.»

No se trata de suavizar la verdad, sino de entregarla con ternura. Cristo mismo nos enseñó este equilibrio: nunca justificó el pecado, pero siempre ofreció el abrazo primero. A la mujer sorprendida en adulterio no le dijo «No pasa nada», sino: «Vete y no peques más.» Pero antes de decirle eso, evitó que la mataran a pedradas.

El Papa Benedicto XVI lo expresó con claridad:

«Cada persona humana es querida por Dios, cada una es amada por Él. A cada una se le ha confiado una misión en la tierra. No hay nadie de sobra. Nadie es insignificante.» (Discurso a jóvenes en San Marino, 2011)

Quien ha abortado, quien ha solicitado la eutanasia, quien ha caído en la desesperanza, sigue siendo amado por Dios. Y si Dios los ama, ¿quiénes somos nosotros para condenarlos?

La coherencia como testimonio

Si creemos en la vida, debemos defenderla con coherencia y ser ejemplo de amor y compasión. No basta con señalar el mal; debemos ser manos que sostienen y corazones que sanan. Santa Teresa de Ávila nos enseña que:

«Cristo no tiene otro cuerpo ahora que el tuyo.»

No podemos decir que defendemos la vida si no estamos dispuestos a acompañar. No podemos oponernos al aborto si no apoyamos a las madres en dificultad. No podemos rechazar la eutanasia si no nos involucramos en el cuidado de los enfermos y moribundos.

Por eso, hoy, como todos los años, he estado colaborando en la Marcha por la Vida. Porque no basta con creer en la dignidad humana: hay que alzar la voz por los que no pueden hacerlo. Hay que dar testimonio con nuestra presencia, con nuestro compromiso y con nuestras acciones diarias.

Ser coherentes significa que nuestro testimonio vale más que nuestras palabras. El bien se defiende viviéndolo.

Defendamos la vida, sí. Pero hagámoslo con amor. Seamos manos que sostienen, voces que acompañan, corazones que sanan.

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