Vuelve la universidad. Y aunque he empezado el curso muchas veces… siempre se siente emoción. No es rutina. No es costumbre. Es gratitud.

Gratitud porque volver al aula no es solo empezar un curso: es volver a estar lo bastante bien como para trabajar, volver a tener salud, proyectos, desafíos, volver a tener jóvenes a los que acompañar.
Cada inicio de curso abre caminos inesperados. Alumnos que buscan, sin saber muy bien qué. Profesores que, si no olvidan su vocación, también siguen buscando.
Benedicto XVI lo dijo mejor que nadie:
“El verdadero docente no transmite solo conocimientos, sino que moldea el corazón;
no llena cuadernos, sino que siembra en las preguntas esenciales de quienes le escuchan.”
Eso quiero ser. No solo alguien que explica. Sino alguien que acompaña. Que enseñe desde su fragilidad. Que convierta el saber en encuentro. No quiero que me recuerden por fórmulas, diagnósticos o anécdotas. Quiero que recuerden preguntas, gestos, destellos de sentido. Lo que despierta. Lo que transforma.

Y lo mismo en la consulta: Curar no siempre es quitar un dolor. A veces es sostener una mirada. Compartir un silencio. Recordar que también en la herida hay vida.

E igual en las conferencias: No se trata solo de contar ideas, sino de encender convicciones. Dejar que una palabra despierte fuerzas. Que un testimonio encienda ganas de luchar.
No todos pueden decir lo mismo. Hay quien sigue en el hospital. Hay quien busca empleo. Hay quien atraviesa silencios que duelen.
Por eso trabajar no es una obligación.
Es un privilegio. Un medio bendito para crecer, darse, dejar huella.
Así empiezo este curso:
Con gratitud.
Con emoción.
Con esperanza.
Con el deseo de que el aula, la consulta y cada escenario sean talleres de humanidad, donde aprender, sanar e inspirar sea también salvarnos un poco.
Feliz inicio de curso. Y gracias de corazón por dejarme caminar un tramo más a vuestro lado.
