A veces pienso que me repito… pero cuando uno se encuentra con un milagro, ¿cómo callarlo?

En pocos días he visto signos de un Dios que sigue actuando en medio de nosotros:
Más de 25.000 jóvenes cantando a pleno pulmón que Él es la vida en el concierto de Hakuna a principios de septiembre.
150 universitarios apuntándose sin dudar para servir en el Hospital Clínico este miércoles.
4.000 peregrinos de Madrid, Alcalá y Getafe buscando juntos el Jubileo, y después, llenando cada sala para escuchar hablar de fe, de dolor, de esperanza ayer mientras jugaba un Atleti–Madrid. Y de remate llenando la explanada de la Catedral de la Almudena.

Y allí estábamos: un psicólogo de paliativos, un sacerdote que perdió a su hermano en la explosión de La Paloma y yo, en esa misma parroquia marcada por la cruz y la resurrección.

Hablamos del dolor que hiere… pero también del dolor que abre. Porque en Cristo, el sufrimiento no es un callejón sin salida, sino una puerta hacia la esperanza.
Lo que me conmovió no fueron solo las palabras, sino las miradas. Jóvenes que escuchaban con sed de verdad, que preguntaban con valentía, que abrazaban con un cariño sincero.

Y en mi interior, solo podía repetir: “Alabado sea Dios”.
Porque sí: el ruido del mal se hace escuchar, pero el bien —ese bien silencioso, humilde y fecundo— es infinitamente mayor. Es como la semilla del Evangelio: pequeña, escondida… pero destinada a llenar todo de vida.

Vivimos tiempos donde parece que la fe se arrincona, pero lo que yo veo es otra cosa: un Evangelio que avanza, que toca corazones, que despierta una juventud sana y luminosa, que no se conforma con el vacío y que encuentra en Cristo la alegría que nadie puede quitar.

Ese es el verdadero milagro: la esperanza que se abre paso, incluso en un mundo cansado y herido. Ver tanto joven implicado es un regalo. Y yo solo puedo dar gracias por ser testigo de ello.
