Cuánto cuesta llegar a ese punto…
A ese punto en el que el corazón, después de tanto duelo, tanto silencio y tanta lágrima, deja de buscar a quien ya no está para empezar a sentirlo dentro.
Cuesta mucho.
Pero cuando se llega, es un regalo inmenso. Porque uno comprende que no se han ido lejos, sino muy cerca.
Tan cerca de Dios que pueden seguir haciendo lo que más deseaban: cuidarnos.
Tan cerca de nosotros que, aunque no los veamos, los notamos.
Y ahí está la paradoja más hermosa: una vez pasado el duelo, esa presencia que parecía perdida empieza a sostenernos de nuevo. Nos acompaña en decisiones, en momentos difíciles, en esos instantes en los que sentimos una paz que no entendemos… y que quizá venga precisamente de ellos.
Qué suerte tener en el cielo a quienes nos amaron en la tierra.
Qué suerte saber que no desaparecen, sino que interceden, que nos empujan hacia la esperanza, que siguen siendo familia, solo que desde el lado luminoso de la eternidad.
Cada año somos más los que nos esperan allí. Y llegará el día —ese día sin despedidas— en el que nos volveremos a reunir para siempre. Hoy no es solo día de difuntos. Es día de amor eterno.
De memoria viva.
De esperanza cierta.
De agradecer que los que amamos están —aunque no los veamos— más cerca que nunca.


