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La alegría de creer. Un trasplantado.

“Y no, no es proselitismo. Es que es imposible no querer gritar a los cuatro vientos lo que da sentido a nuestra vida. Y hacerlo no solo con palabras, sino también con la coherencia de los actos, con un modo de vivir que contagia y despierta esperanza.”

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Hay quienes piensan que la fe es una carga, un conjunto de normas que limitan, un pasado que ya no dice nada. Pero los que creemos sabemos que es todo lo contrario: la fe es un regalo. La fe ilumina, da sentido, sostiene cuando la vida tambalea y multiplica la alegría en los momentos más simples.

Qué suerte tener fe. Qué suerte poder decirlo en alto, sin miedo, sin complejos, con la certeza de que quien tiene a Cristo no pierde nada, lo gana todo.

Ahí está la fuerza de un concierto de Hakuna, donde miles de jóvenes cantan que merece la pena creer. Ahí está la valentía de Pablo “Garna”, Marta Osborne y más jóvenes, entrando en el seminario o en un convento, mostrando que dar la vida a Dios no es perderla, sino encontrarla. La Iglesia está viva, crece, se renueva, porque cada testimonio auténtico es semilla que florece.

Y no, no es proselitismo. Es que es imposible no querer gritar a los cuatro vientos lo que da sentido a nuestra vida. Y hacerlo no solo con palabras, sino también con la coherencia de los actos, con un modo de vivir que contagia y despierta esperanza.

Esa coherencia pasa también por lo pequeño de cada día: implicar cada acto y cada decisión en nuestra oración, dedicar un rato al silencio y al encuentro con Dios, hacer un repaso de conciencia que nos ayude a vivir con verdad y a dejarnos transformar. La fe se fortalece en la práctica diaria, en ese hilo invisible que une nuestra vida con la presencia constante del Señor.

Hoy, en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, lo entendemos mejor que nunca: creer no es un adorno espiritual, es mirar la Cruz y reconocer que allí está la victoria del amor sobre el dolor, de la vida sobre la muerte. La Cruz nos recuerda que no estamos solos, que cada herida puede redimirse y cada sufrimiento puede transformarse en ofrenda.

Por eso, necesitamos apóstoles alegres, valientes, sin miedo a mostrar la esperanza que arde dentro. La fe no se guarda en silencio, se proclama con la vida. Porque la alegría de creer no puede ser escondida: es un tesoro que pide ser compartido.

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