Hay etapas en las que uno se siente más peso que persona. Cuando todo cuesta, cuando necesitas ayuda para lo más básico, cuando ves en los ojos de los tuyos el cansancio que no querías causar.
Y la culpa aparece.

Silenciosa, insistente. Esa culpa que te susurra que ya no aportas, que solo restas. Que estás robando tiempo, energía, vida. Pero curiosamente —y digo curiosamente porque no se entiende hasta que se vive—, cuando más dependiente he sido, el amor se ha multiplicado.
En mí, para aprender humildad. En ellos —en Sara, en Amelia, en mis padres, en el otro—, para crecer en grandeza. La fragilidad no destruye el amor: lo revela. Lo hace más puro, más verdadero, más libre de condiciones.

He aprendido que no soy una carga. Soy una oportunidad. Una oportunidad para amar distinto, para dejarme amar sin defensas, para entender que el amor no siempre se demuestra corriendo, a veces se demuestra quedándose.
Y ahí, en esa verdad que cuesta aceptar, hacer las paces con la realidad de cada uno, empieza el perdón. Perdonarse por no poder con todo. Por no ser el de antes. Por necesitar.

Porque cuando uno se perdona, descubre que la dependencia no es el final de la dignidad, sino el principio de la humildad.
Y que en medio de la debilidad, Dios sigue multiplicando el amor.
