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Abrazar la Cruz. Un trasplantado.

“Dejé de arrastrar mi cruz como un fardo impuesto y, al abrazarla, descubrí que allí me esperabas Tú: transformando mi dolor en camino, mi fragilidad en sabiduría y cada tormenta en un ‘todo era para bien’.”

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De todo lo que podría implorar hoy, te pido sabiduría. No aquella que disipa las tempestades, sino la que permite atravesarlas sin extraviarse, con la serenidad de quien ha aprendido a habitar su propio oleaje.

Concédeme la lucidez para comprender mi fragilidad y la mansedumbre necesaria para caminar desde ella. Sé Tú mi timonel, mi norte silencioso, Tú que sostienes el rumbo incluso cuando mis ojos no alcanzan a divisar el horizonte. Permanece junto a mí en esos días en que la existencia pesa y el alma se fatiga.

Dicen que nunca un mar en calma forjó marineros fuertes, y lo he comprobado. Mi mar no ha sido manso… pero ya no lo afronto como enemigo. He dejado de arrastrar mi cruz como quien lleva un fardo impuesto y, al abrazarla, he descubierto que en ella había una enseñanza, una fidelidad y un acompañamiento que no supe ver antes: Tú remabas conmigo desde el principio.

Santa Teresa, con esa mezcla suya de ironía y hondura, decía:

“Teresa, así trato Yo a mis amigos”.
A lo que ella respondía:
“Ah, Señor… por eso tienes tan pocos”.

Y qué verdad tan desarmante. Aspiramos a vidas perfectas… y no existen. Anhelamos quietudes perpetuas… y no son propias de este mundo. Perseguimos la comodidad… y ella rara vez educa el corazón.

Yo dejé de combatir mis dudas y mis sombras, y al confiar en Ti, descubrí que el crecimiento no llega cuando la cruz desaparece, sino cuando aprendemos a acogerla, a reconocerla como un lugar donde Tú nos esperas.

En Tú inmensidad nos hiciste pequeños, deliberadamente incapaces de comprender los porqués. Y quizá esta limitación no sea un defecto, sino un espacio para la confianza: aunque no entendamos los motivos, podemos buscar el para qué que dé sentido a nuestra historia. Cuando abrazamos esa pequeñez y permitimos que seas Tú quien marque el paso, entonces se revela ese para qué fecundo que transforma el dolor en sabiduría y la herida en camino.

Sé que cuando lleguemos al Cielo comprenderemos por fin los porqués que ahora se nos escapan. Allí, donde todo es claro y sin sombra, veremos con transparencia lo que hoy apenas intuimos, y reconoceremos que todo era para bien: cada noche sin claridad, cada tormenta, cada silencio.

Mientras tanto… hazme dócil a Ti. Hazme humilde. Hazme disponible.

Enséñame a dejarme guiar con la confianza de quien sabe que está en manos que no fallan. Y dame la fortaleza necesaria para los momentos de flaqueza, cuando el paso se haga lento y el corazón vacile.

Gracias por tanto, Señor.

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“Dejé de arrastrar mi cruz como un fardo impuesto y, al abrazarla, descubrí que allí me esperabas Tú: transformando mi dolor en camino, mi fragilidad en sabiduría y cada tormenta en un ‘todo era para bien’.”

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