Hoy el Evangelio es especial. Es uno de esos que me sé de memoria, pero que cada vez que lo leo, algo dentro de mí se recoloca:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré… Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11, 28-30)
Una vez, un sacerdote le dio una explicación que me quedó grabada para siempre. Decía que la imagen del yugo no es casual. Que el yugo no se lleva solo. Lo arrastra una yunta. Dos bueyes. Juntos. Y que por eso Jesús usa esa imagen: porque Él mismo se mete en la yunta con nosotros. No nos quita la carga, la lleva con nosotros.
Y eso le da más magia y ayuda más.
Porque pienso en los días en los que todo cuesta más, los días más difíciles, de noticias duras, etc. En los días en que ni en la cabeza ni en el corazón era fácil encontrar la luz que me hiciera avanzar.
Y aun así, aparecía una fuerza serena. Un descanso inexplicable. Una certeza suave de que no estaba solo.
Y es ahí cuando uno entiende que la fe no es anestesia… es yunta. No es que desaparezca el cansancio, es que Alguien lo carga contigo. No es que seamos perfectos u tengamos vidas maravillosas, sino que siendo quienes somos con nuestras imperfecciones y limitaciones, somos perfectos a Sus ojos.
Y de verdad… cuando confías del todo, cuando te abandonas aunque no entiendas,
¿no sentís que algo —o mejor dicho, Alguien— tira de ti más fuerte que tú mismo?
Por eso, aunque a veces cuesta, aunque veas todo negro, aunque no tengas fuerza, confía un poco más. Que Dios entrará en tu yunta y te ayudará con su peso.

