Entre la lucha, el regalo y la fe
Vivir con una enfermedad renal crónica es una batalla diaria. Un cansancio que no se ve, una pelea constante contra un cuerpo que ya no responde igual. La vida se llena de agujas, controles, creatinina y una máquina que decide cuándo puedes vivir con algo de fuerza.
Afecta al 10 % de la población mundial, pero detrás de los números hay mucho más: vidas que se reorganizan, planes que se aplazan, cuerpos que se agotan, y familias enteras que aprenden a sostenerse unas a otras.

Porque esta enfermedad no solo exige al paciente, también pone a prueba a los que más amas. Es dura, agotadora, física y emocionalmente, pero también te enseña a valorar cada día como un regalo.
La hemodiálisis te mantiene vivo, pero también te recuerda, semana tras semana, que sin la máquina no estarías aquí. Te salva, pero te desgasta. Te sostiene, pero te enfrenta a tus límites.
Y, sin embargo, en medio de tanta dureza, existe algo que trasciende la ciencia: la donación.
Donar no es un acto médico: es el gesto más humano que existe. La mayor generosidad: dar vida. Es alguien que, sin conocerte, te regala la posibilidad de volver a vivir, volver a abrazar, volver a soñar.
Un trasplante no solo cambia un cuerpo: cambia una historia, una familia, una fe. Pero incluso con ese regalo inmenso, la enfermedad sigue dejando su huella. Y cuando llega la pérdida del trasplante, vuelves a empezar. Otra vez a diálisis y empezar de cero.
Vuelves a luchar. Hasta que un día entiendes que no se trata de pelear contra la cruz, sino de abrazarla. De comprender que Dios no te ha quitado la salud, sino que te ha acompañado en el dolor.
Y entonces todo se transforma: la fe no elimina la dureza, pero la ilumina. El dolor no desaparece, pero te acerca a la trascendencia. Porque la enfermedad puede limitar el cuerpo, pero también ensancha el alma.
No se trata de negar la dureza, sino de vivirla con esperanza. De no arrastrar la cruz, sino abrazarla con amor y fe.


