Este fin de semana me propuse no hacer nada. No salir de casa salvo para ir a misa. Y así he hecho.
No he hecho nada y no he parado. He dormido —por la noche y la siesta—, he leído, estudiado, he dado una conferencia online, charlado sin prisa y sin mirar el reloj con Sara y Amelia, jugado los tres y por pares… y hasta he estado ratos sin hacer nada.Y qué importante y necesario es parar, hacer silencio, dejar de mirar hacia fuera y hacerlo hacia dentro para no dejar de conocernos. Solo con ratos de silencio e introspección encontraremos nuestro camino, nuestra realidad, nuestra misión; en definitiva, nuestro sentido de vida, y podremos ir a por él.
Como decía Benedicto XVI, «en el silencio somos más capaces de escucharnos y entendernos a nosotros mismos; nacen las ideas, adquieren profundidad…».
Qué verdad tan simple y tan olvidada: sin silencio no hay raíces, y sin raíces no hay identidad.

Y es precisamente desde esa profundidad recuperada que resuena con más fuerza la invitación de los grandes maestros del espíritu.San Agustín lo resumía de forma inigualable: «No quieras salir fuera; vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad.»
En ese interior, precisamente, es donde la vida vuelve a ordenarse y donde nuestra esencia se deja ver sin ruido.

Porque, al final, el silencio no nos aparta de la vida: nos la devuelve. En él descubrimos que no somos solo lo que hacemos, sino quienes estamos llamados a ser.
Y en esa hondura, cuando por fin dejamos que todo se aquiete, se vuelve audible la Voz que nos sostiene y nos invita, una vez más, a vivir con verdad y con amor.


