Reflexión sobre la enfermedad y la muerte. Un Trasplantado.

"La muerte no es el final, sino las puertas del cielo. No cerremos los ojos a esos sucesos inevitables con nos han llegado o llegarán y preparémonos para ser grandes en amor para el examen final y para llegar como héroes a ese trance final inevitable. "

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En mayo de 1993 por primera vez me hablaron de empezar la diálisis. Sabía que llegaría el día desde que tenía uso de razón, pero no era lo mismo que llegara. Me dijo el doctor, no puedes fallar, sin diálisis, en una semana te mueres. 

Esa frase retumbó en mi cabeza, me dio un sopapo, me hizo despertar. Sabía que estaba enfermo, tomaba medicinas cada día, revisiones trimestrales, etc. pero ese día se me cayó la venda de los ojos, tomo fuerza la realidad y esta se hizo presente de forma clara. ESTABA ENFERMO Y PARA SIEMPRE.

Y luego vinieron infinitos ingresos, más operaciones de las deseadas, otras tantas visitas a urgencias. En definitiva, mi vida no sería fácil. Pero, ¿cuál es fácil?

Y llegó otro día importante, el 7 de octubre de 2001, ese día me hacían una trasplantectomía, es decir, me quitaban el segundo trasplante, que me habían puesto el 24 de septiembre. Poco más de dos semanas. En esa cirugía, por un problema con una rotura de la Arteria Iliaca, y su regular gestión, empezaron mis problemas vasculares serios con una claudicación intermitente. Tenía 24 años. Pero, sobre todo, llamaron a mis padres y hermanos porque había perdido mucha sangre y no se sabía cómo iba a acabar la cosa. Acabó bien. tardé varios años, hasta que me trasplantaron en 2004 en recuperarme, pero salí. 

Con ese proceso por primera vez sonaba la muerte en mi cabeza y para mi, la parca se convertiría en mi compañera, aprendí a ver su sombra, a notarla silenciosa, a hablar con ella y a negociar.

Tú nos dijiste que la muerte
No es el final del camino
Que, aunque morimos no somos
Carne de un ciego destino

Y así es. Aunque parezca mentira y, por ejemplo, como nos cuenta Epicuro, la contemplación de la muerte nos libera del temor irracional y nos permite apreciar más plenamente la vida presente. El otro día comía con unos amigos y les comentaba, que después de integrar del todo la enfermedad, ha sido el proceso que más me ha liberado y ayudado a vivir la vida con plenitud y libertad extrema. Y parte de este proceso es, sin duda alguna, como decía San Agustín, porque la enfermedad nos enseña la naturaleza transitoria de la vida terrenal y la necesidad de prepararse espiritualmente para la muerte. Aprendes a ser agradecido cada segundo de cada día.

Nada de este camino duro de estos años hubiera sido posible sin la fuerza de Sara.

A la vez, nos hace humildes y nos hace sabernos necesitados del amor de los nuestros. En mi caso, como digo siempre, el Equipo SAP, mis padres y amigos, son un pilar imprescindible para motivarme y seguir avanzando. Punto especial sois todos y cada uno de los seguidores que me dais tanto cariño y me regaláis tantas oraciones.

El Viernes Santo daba gracias a Dios por mi dolor, no con masoquismo, sino como parte de la asunción de mi yo, de la elección de ese yo y de la lucha por mejorar ese yo. En ese proceso, se multiplican mis fuerzas al saber y notar, como a San Francisco Asís, la importancia de abrazar la enfermedad y el dolor como oportunidades para unirse más estrechamente a Cristo y para crecer en la compasión hacia los demás. De esto último mi ofrecimiento diario de mi sufrimiento.

En definitiva, el dolor es un medio de despertar al alma humana. En lugar de ser visto como un castigo divino, como una desgracia infinita, el sufrimiento puede ser una oportunidad para crecer espiritualmente y desarrollar una mayor intimidad con Dios. La muerte y la enfermedad, aunque no se quiera hablar de ellas, no son simplemente finales inevitables, sino también puertas hacia una comprensión más profunda de la existencia humana y la realidad espiritual.

La muerte no es el final, sino las puertas del cielo. Soy consciente, como decía hace unos días, que para el tiempo de la ciencia mi tiempo aquí ya es limitado; que para mi tiempo, que quiero ser centenario, es de al menos 53 años; pero que el tiempo será el que Dios quiera y eso será lo mejor.

No cerremos los ojos a esos sucesos inevitables con nos han llegado o llegarán y preparémonos para ser grandes en amor para el examen final y para llegar como héroes a ese trance final inevitable.

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