Hay una imagen que me encanta y veía de niño cerca de casa.
La de un relojero, con las manos manchadas de grasa, la mirada paciente y la mesa llena de piezas diminutas. Y lo mejor siempre está más cerca de los relojes estropeados que de los que van bien.

Pero ahora no pienso en un relojero cualquiera. Este tiene un taller especial: no repara relojes por dinero, sino por amor.
Le gustan todos los relojes, pero son los estropeados los que más necesitan sus manos. Porque requieren tiempo, dedicación, ternura y silencio.

Es que a veces, cuando el corazón duele, cuando no entendemos el sufrimiento, cuando parece que todo se rompe por dentro, nos preguntamos dónde está Dios.
Y la respuesta, aunque no siempre se sienta, es sencilla: Está justo ahí. Agachado sobre nosotros. Con las manos dentro de nuestro mecanismo herido. Trabajando. Reparando. Sin prisa, pero sin pausa.
Conocer a Dios y crecer en la confianza no es una teoría, es un camino. Un camino que se recorre precisamente en los días oscuros. Cuando no sentimos, pero creemos. Cuando no entendemos, pero seguimos. Cuando no vemos resultados, pero confiamos en que el relojero no nos ha soltado.
A veces la reparación no es volver a ser el reloj que éramos. A veces es descubrir que hay otra manera de dar la hora, más discreta, más lenta, más humana. Pero también más profunda.
Y en ese nuevo tic-tac, aunque cueste aceptarlo, también hay belleza. También hay propósito. Y también hay Dios..


