La cárcel. Un trasplantado

“me entra un nudo en la garganta, hago un silencio y les miro a los ojos con cariño. Salvando las distancias, yo tengo la condena de mi enfermedad y vivo en la cárcel de la mala salud.” La cárcel. Un trasplantado

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Hoy he ido a la cárcel, hoy he pasado la mañana en la cárcel, hoy he compartido la mañana con los internos. Escribía el sábado en el tren de vuelta a casa. Pero la emoción no me dejó seguir escribiendo hasta hoy.

Hace más de un año, en un ciclo de conferencias que cada año organiza, en Navas de Riofrío, Segovia, Goyo de Frutos, y que tengo el honor de participar cada año, escuché a un sacerdote, capellán de la cárcel de Segovia, el padre Don Jesús Cano.

Nada más terminar de hablar lo tuve claro: yo quiero ir a la cárcel, quiero ir a hablar a los internos del sufrimiento, de superación, de confianza, de quererse a uno mismo en la adversidad, en definitiva, de vivir con esperanza. Entre permisos, covid, etc. más de un año se dilató la llegada del día.

Y llegó el día, el sábado hice realidad mi sueño, he ido a la cárcel.

Al llegar al centro penitenciario, rápidamente se produjo en mi un batiburrillo de sensaciones: ilusión, expectación, mucho respeto y algo de nervios. Entramos. La primera puerta es fácil de pasar. Entregamos documentación y pasamos. Y es en ese momento, cuando te das cuenta de donde estás. El guardia aprieta un botón, se abre una puerta corredera, grande, pesada, con ritmo latoso y con un ruido de película de miedo, nos deja un espacio suficiente para pasar y luego vuelve sobre sus pasos para cerrarse. Suena un clac. En ese momento sabes que estás encerrado, aumenta la sensación de saber y notar donde estás. Un pasillo, unas escaleras y salimos a un patio. Verjas con concertinas, torre de control, puertas pesadas. Impresiona. Y al final llegamos a la sala donde iba a hablar.

No sabía que me iba a encontrar, que iba a ver, cómo serían los presos. Pasa un minuto, otro, la espera se alarga hasta 15 interminables y emocionantes minutos. Van entrando y sentándose. Unos miran al suelo, alguno fijo a los ojos y la mayoría están a lo suyo. Estoy deseando empezar.

Por fin, se sientan todos y empiezo a hablar. Les cuento que me ha pasado con mi salud y mis operaciones y cuando empiezo a hablar de como lo he llevado, me entra un nudo en la garganta, hago un silencio y les miro a los ojos con cariño. Salvando las distancias, llevamos vidas paralelas. Yo tengo la condena de mi enfermedad y vivo en la cárcel de las limitaciones de la mala salud. Renunciamos a sueños e ilusiones y vivimos y soñamos en nuestro interior como será el día que lo hagamos realidad. Tenemos una vigilancia, más dura cuanto peor lo hagamos y laxa si nos portamos bien. Ellos sus guardias, yo mis médicos.

Así compartimos una hora. Me encuentro en mi mirar ojos llorosos, llenos de dolor y emoción, otros serios, otros reflexivos, otros distantes, algunos fríos y fijos. Una hora contándoles que no ha victoria sin sufrimiento, que sólo queriendo ser uno mismo, con nuestras circunstancias, podremos acercarnos a la felicidad.

Acaba la conferencia/testimonio: aplausos, silencios, preguntas, más emoción, agradecimientos, comprensión y en muchos casos comunión. Habíamos acercado nuestros corazones hasta casi tocarse, entenderse y abrazarse. Y tuvimos la suerte poco después de poder abrazarnos.

No fueron unos abrazos cualesquiera. Me impresionó la fuerza con la que me abrazaban. Todos los que se acercaron me susurraban al oído, despacio, con voz temblorosa. Luego nos miramos, de forma directa, fija, con complicidad, con unos ojos que debajo del dolor, transmitían ternura y amor. Alguno sólo me dio la mano. Fuerte, constante, con una mirada penetrante que transmitía mucho.

En algunos casos, confirmado luego con el padre, en esos ojos que desprendían ternura, llevaban parejos la libertad del arrepentimiento. Qué poco necesitamos para ser felices si nos queremos a nosotros, hacemos las paces con nuestra realidad y queremos ser cada uno yo mismo.

Ha sido una experiencia tan maravillosa, que estoy deseando volver. Sigo con ese nudo en el estómago de la emoción de la entrada y lo vivido. Tiene algo especial estar con los presos. Tiene algo especial hacer apostolado de la felicidad desde la fragilidad de la enfermedad y ayudar a quien la tiene en la fragilidad de la falta de libertad, del peso del pecado. Ha sido uno de los días que guardaré, como muy especial, en mi corazón.

La enfermedad me obliga a vivir cosas muy fuertes en mi propia carne; compartir lo duro de mi vida me regala experiencias tan impresionantes como ésta. Como todas las que me contáis cada día.

Una vez más, sólo puedo decir, que, ¡soy un tipo con suerte! Así son las cosas De Dios, “estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” Mt 25, 36

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