¿Cuántas veces perdemos perspectiva de lo excepcional de lo cotidiano?
Todos los veranos me gusta dar un paseo por Segovia. Es una ciudad que conozco de toda la vida y a veces me acostumbro a verla.
De jóvenes tomábamos copas en unos locales a los pies del acueducto, por ejemplo. Y estaba ahí sin llamar mucho la atención. Hasta lo cruzamos por arriba una madrugada. Pero sin admirar su majestuosidad.
Una vez, vinieron unos amigos americanos y al ver el asombro en sus miradas al ver la ciudad, tomé conciencia de lo importante que era asombrarse cada vez que algo cotidiano lo teníamos cerca.
Así, aprendí a valorar cada beso o un te quiero de Sara o Amelia como algo excelso cada vez, cada día, eso es lo que es, algo sublime, y acostumbrarse sería un error. Cada día que toca ir a trabajar es porque tengo la suerte de tener trabajo y no estar ingresado y es excelso. Tener comida cada día, luz, agua, así con todo.
No ser conscientes de lo afortunados que somos, de la genialidad que es lo que nos rodea, nos hace perdernos mucho de lo pequeño de cada día, que al mirarlo cada vez con ojos nuevos de asombro, aprendemos a verlo como algo maravilloso.
La vida es un regalo del cielo y tiene cosas maravillosas que damos@por hecho y nos perdemos mucho.
“No hagáis rutina de lo sublime” decía mi abuelo Rafael.
Escribo esto en Madrid, con calor, con la tensión baja y el recuerdo de lo sublime de multiplica.