«[…] A la larga como un buen gladiador, las cicatrices son el fruto de nuestra victoria real y moral a la vida; de nuestro desafío a la naturaleza; del triunfo de la ciencia sobre la enfermedad; de la fuerza infinita del ser humano; y sobre todo, de la fortuna de seguir vivos con problemas que en muchos casos, hace no mucho en el tiempo, hubieran significado morir. Por todo, hay que dar gracias a Dios. […]»
Todos los días al mirarnos al espejo, vemos nuestras cicatrices, no las podemos esconder. Unas nos gustan más, otras menos; las primeras pueden traer recuerdos gratos, las segundas más amargos; aquellas suelen ser físicas, estas del alma; ¿Quién no tiene cicatrices de la vida? ¿Quién no tiene su propia guerra en la vida?
Todos tenemos nuestras batallas, unas las ganamos, otras salimos vencidos; unas son opcionales, otras vienen impuestas; unas sabemos que las podemos perder y otras es casi seguro que nos llevamos la victoria. Pero tienen una lucha justa. La diferencia, es que los enfermos crónicos, tenemos una guerra muy especial y desigual. Una guerra que sabemos que nunca vamos a ganar y que no tenemos opción de no lucharla. Podemos ganar mil batallas, pero como mucho empataremos, nunca podremos -mientras la ciencia no avance- ganar nuestra batalla.
Muchos en sus batallas, al primer topetazo del toro, pueden salir huyendo, cortarse la coleta y mirar los toros desde la barrera. Tienen opciones, pueden elegir. Nosotros, como el gladiador romano, al vencer una batalla, nos sacan otra; al ganar la siguiente, siempre queda una más; así toda la vida, sin pausa, sin tregua, siempre habrá una ulterior batalla.
Como el buen torero, al mirarme al espejo y ver mis cicatrices -de mayor o menor gravedad, llevo veinticuatro operaciones en mi vida- me sirven de motivación. Como recordatorio de que aunque no pueda ganar la batalla a la enfermedad, si puedo mantenerme firme, no dar mi brazo a torcer. No puedo ganar porque mi enfermedad a día de hoy no tiene solución, tiene un parche maravilloso que es un trasplante, pero es temporal, con el tiempo se pierden. Llevo tres en mi vida. Y vuelve la batalla. No empezamos de cero, tenemos otra cicatriz, más experiencia, más valor, más fuerza. Lo normal es que nuestro final, nuestra muerte, en el caso de la enfermedad renal, sea por otra causa. De ahí el no poder ganar, pero si poder empatar. Pero sobre todo, nos podemos llevar la victoria moral, el ánimo, la actitud, las ganas de luchar, y acompañados de los que más queremos marcan el ritmo de la batalla, permanecer alegres.
Sirven de auto motivación al ver las pruebas pasadas, a veces puede cansar ver que la lucha no cesa y no hay ni una pequeña tregua. A la larga como un buen gladiador, las cicatrices son el fruto de nuestra victoria real y moral a la vida; de nuestro desafío a la naturaleza; del triunfo de la ciencia sobre la enfermedad; de la fuerza infinita del ser humano; y sobre todo, de la fortuna de seguir vivos con problemas que en muchos casos, hace no mucho en el tiempo, hubieran significado morir. Por todo, hay que dar gracias a Dios.
Como digo siempre, ¡soy un tipo con suerte!