Qué suerte ser niño.
Qué suerte vivir sin reservas, con esa intensidad que no se dosifica, que lo da todo.
Con esa alegría que no necesita motivos grandes, porque todo lo pequeño ya les parece inmenso.

Qué suerte mirar el mundo con asombro, como si cada día fuera nuevo, como si todo pudiera ser un milagro.
Querer entenderlo todo, tocarlo todo, vivirlo todo. Sin filtros. Sin prejuicios. Con el corazón abierto.

Los he visto asumir la vida tal como viene. Con sus días fáciles y sus días difíciles. Sin quejas, sin lamentos, viendo lo bueno en todo.
Como si supieran que lo importante no es lo que ocurre, sino cómo se vive.
Los he visto abrazar sus circunstancias con una sabiduría que desconcierta.

Jugar con otros sin medir, sin comparar, sin clasificar.
Porque para ellos nadie es más y nadie es menos.
Y todo lo que existe —si se vive con amor— es suficiente.

Y luego están los bebés.
Los que aún no hablan, pero ya enseñan.
Con una mirada, con una sonrisa, con el modo en que necesitan y confían.

Nos enseñan lo esencial sin decir una palabra:
Que la vida vale por sí misma. Que amar es lo primero. Que estar es más importante que hacer.
Y uno, que ya ha vivido más y a veces se ha complicado la vida de más, se queda mirando y piensa:
“Ojalá nunca hubiera dejado de ser niño.”

Porque los niños entienden la vida en un segundo.
Y nosotros, a veces, la olvidamos en toda una vida.


