Ayer estuvimos en la boda de un sobrino, y cada boda es un triunfo del amor.
De los novios, en esta maravillosa parada técnica —que no meta— en su camino de entrega. Porque casarse es elegir amar todos los días, incluso cuando el cuerpo no acompaña, incluso cuando la emoción se esconde, incluso cuando la vida aprieta. Y preparar una boda es también preparar el corazón para el salto al vacío más hermoso que existe: el de confiar del todo en otro.
Es un triunfo también de los padres, que han recorrido el camino desde los primeros pasos hasta este altar donde su hijo o su hija dice “sí” a otra vida. Qué mezcla de alegría infinita y sensación rara… como si por dentro algo aplaudiera y algo se rompiera al mismo tiempo. Ver volar a un hijo es una de esas paradojas del amor: cuanto más lejos va, más adentro se queda.
Los amigos celebran con el alma. Porque cuando un amigo se casa, se nos llena el pecho de esperanza. Es una alegría verles prometerse algo tan grande, sabiendo que lo van a pasar genial, sí, pero también sabiendo que están dando el paso más serio de sus vidas con una sonrisa en la cara.
Y los tíos, abuelos, padrinos, amigos de los padres… celebran la vida con memoria. Porque en estas bodas se junta el pasado con el presente, lo vivido con lo soñado, y uno entiende que hay cosas que solo se saborean del todo cuando se comparten.
Pero por encima de todo, cada boda es un triunfo del Amor con mayúscula. Ese Amor que no se inventa en un altar, sino que viene de más arriba. Dios no es un invitado en una boda cristiana. Es el primero que llega, el último que se va, y el único que permanece cuando la fiesta se acaba.
Porque el matrimonio no es solo una alianza entre dos, sino un pacto a tres. Una historia de amor con la cruz en medio, pero también con la resurrección asegurada.
Es un camino de entrega diaria, de servicio sin aplausos, de humildad para pedir perdón antes de tener razón. Un camino donde se aprende que amar no siempre es sentir, pero siempre es decidir. Que no hay matrimonio sin heridas, pero tampoco sin curas. Que no hay amor sin renuncias, pero tampoco sin libertad.
Y que cuando uno se casa, no lo hace por haber encontrado a alguien perfecto, sino por haber descubierto a alguien por quien vale la pena seguir creciendo, tropezando, caminando y volviendo a empezar.
Cada boda es una pequeña revolución. Un acto de fe en medio de un mundo que muchas veces se ha olvidado de la fidelidad, de la paciencia, del sacrificio. Pero también una señal viva de que el amor no ha pasado de moda.
Porque el amor verdadero no se mide por los fuegos artificiales del primer día, sino por los silencios compartidos, las manos apretadas cuando duele, las risas en mitad del caos, los “perdón” y los “gracias” que sostienen la casa cuando parece que se tambalea.
Y por eso, ayer, después de esta boda, nos fuimos con el corazón lleno. Porque ha sido testigo de algo más grande que dos personas que se quieren: ha sido testigo del milagro de amar como Dios ama.
Con todo lo que eso implica. Con todo lo que eso regala.
