Una fecha que, más allá de su nombre amable, nos invita a mirar de frente una de las realidades más duras y difíciles de nuestra existencia: la enfermedad.
Esa que irrumpe sin pedir permiso, que lo trastoca todo, que descoloca cuerpo, alma y proyecto de vida.
Esa que a veces arrastra con ella la soledad, la incomprensión… e incluso la sensación de haberse convertido en una carga.

La enfermedad tiene algo de desierto.
Largo, árido, silencioso.
Donde parece que nadie te entiende del todo. Donde incluso Dios a veces calla. Donde uno se pregunta qué sentido tiene tanto sufrimiento.
Es fácil hablar de esperanza cuando todo va bien.
Pero cuando llega el dolor —el físico, el emocional, el existencial—, todo se tambalea.
Y el alma entra en lucha. Con uno mismo, con los demás, con Dios.
Y sin embargo…
La Pascua nace precisamente ahí.
No en la luz, sino en la oscuridad.
No en el “todo va bien”, sino en el “no puedo más”.
Es en ese abismo donde puede empezar a crecer algo nuevo.

La cruz no es romántica. Es brutal.
Y sin embargo, es el lugar donde se nos revela el amor más grande.
Ese amor que no elimina el sufrimiento, pero lo abraza.
Que no lo explica, pero lo redime.
Lo decía Benedicto XVI con una lucidez desarmante:
“La locura de la cruz es hacer del sufrimiento un grito de amor a Dios.”
Y esa locura solo se entiende desde dentro.
Desde ese instante en que uno, cansado de resistirse, se deja hacer.
Y comienza, poco a poco, a confiar.
A caminar de la mano de los suyos.
A apoyarse. A rendirse sin rendirse.
Entonces el sufrimiento cambia de rostro.
No desaparece. Pero transforma.
Como escribía san Juan Pablo II en Salvifici Doloris,
“el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la gracia que transforma al hombre”.
Porque quien atraviesa el dolor con fe, sin negar su dureza, sin esconder sus heridas, se convierte —paradójicamente— en una de las personas más llenas, más sabias, más verdaderamente libres.

Y esa plenitud no se alcanza a pesar del sufrimiento, sino a través de él.
No es una renuncia a la vida, sino una vida ofrecida.
Una vida que, aunque herida, se convierte en don.
Una vida que, aunque frágil, toca la eternidad.

Hoy, en esta Pascua del Enfermo, recemos por todos aquellos que están atravesando el desierto del dolor.
Que sientan cerca nuestra mano, nuestro corazón, nuestra fe compartida.
Que descubran que no están solos.
Y que incluso en medio del sufrimiento más incomprensible, se puede nacer de nuevo.
Se puede vivir más profundamente.
Y se puede amar… con la locura de la cruz.
Os dejo una entrevista que me han hecho hoy en Ecclesia Cope por la Pascua del enfermo. Y las nuevas de este año que acabo de actualizarlo.
Todas las fotos de archivo.