A veces me preguntan si no me canso de contar mi historia.
Si no me duele remover tantas cicatrices.
Si no me pesa hablar, una y otra vez, de la enfermedad.
Y mi respuesta siempre es la misma: es un privilegio.
Porque cada testimonio, cada conferencia, cada encuentro…
Es una oportunidad para gritarle al mundo que la vida es un milagro.
Que incluso en medio del dolor se puede ser profundamente feliz.
Que no hay oscuridad que no se ilumine cuando uno camina de la mano de Dios.
No hablo desde la teoría, sino desde la carne. Desde el alma.
Desde ese lugar donde uno aprende que la cruz no se escoge, pero sí se abraza.
Y que cuando lo haces, cuando te atreves a mirar al cielo incluso con lágrimas,
Dios te responde con luz.
Luz en forma de personas.
Luz en forma de esperanza.
Luz en forma de paz que no entiende de diagnósticos.
Por eso hablo. Por eso cuento.
Porque si mi historia puede encender una chispa en otro corazón cansado,
entonces todo lo vivido cobra sentido.
Porque a pesar de todo —y sobre todo—
la vida es maravillosa.
Y merece la pena.
Siempre.