En la Catedral de Reims encontramos al Ángel Sonriente (en francés, L’Ange au Sourire). No es el único ángel, ni tampoco el único que sonríe, pero es un símbolo en esa ciudad.
Su originalidad respecto a lo otros, es que es manco y tiene la cabeza rota en 20 trozos y pegada y eso no le impide sonreír. Tiene todas las papeletas para quejarse y estar triste, pero no lo hace. Ahí su grandeza.
¿Cuántas veces pensamos que si no somos prefectos no podemos sonreír? ¿Cuántas veces nos sorprende ver a alguien pasarlo muy mal y ser feliz? Esto demuestra, que en la vida se necesita poco para ser feliz, poco para tener una vida completa, poco para ser de verdad finitos y pequeños y en esa pequeñez crecer más de lo que nunca soñamos. Es en la contrariedad dónde más crecemos.
El ángel fue destruido por los bombarderos nazis de la Segunda Guerra Mundial en su avance hacia Francia y luego fue reconstruido. Un proceso parecido pasa con la enfermedad. Al principio quita fuerza, ilusión, hasta parte de vida. Pero llega un día, por desgracia no a todos, en que asumes de verdad esa nueva situación, y dentro de la limitación grande de la enfermedad, iluminas y creces como lo hizo el pequeño ángel roto y desahuciado.
Si nos metemos en su mente, seguro que pensó, con todas las estatuas que hay, ¿por qué a mi? ¿Quién me va a admirar ahora que estoy con cicatrices y heridas? Pero llegó un día en que lo asumió, se aceptó y se quiso y se convirtió en el símbolo de la Catedral y de la ciudad de Reims.
Eso mismo podemos hacer nosotros, aprovechar nuestras derrotas y nuestros males, para mejorar, crecer en la adversidad y sacar la mejor versión de nosotros mismos. De esta forma podremos dar gracias a Dios por habernos dado tanto, aunque envuelto en sufrimiento a veces, como para ser la estrella que guía a muchos, incluso más de los que podemos pensar. Así con la alegría del ángel y la fuerza y majestuosidad de una catedral, podemos afianzar nuestros dones, hacer de nuestra vida el mejor ejemplo de que se puede ser feliz y enfermo; llevar una vida completa para nosotros y para Dios, aunque sea incompleta a ojos de la sociedad; y plena al estar basada, cuando la enfermedad te obliga a desprenderte de casi todo, en valores con cimientos firmes y no en valores efímeros y pasajeros que cambian como una veleta con los giros del viento.
¿A quién no le ha pasado que una desgracia vista con perspectiva fue un regalo? Pues eso, ¡soy (y sois cada uno) un tipo con suerte!