No todas las personas en las que pones tu corazón, te ayudan a florecer. Y entender eso no es perder la fe en los demás, es empezar a tener fe en lo que tú estás llamado a ser.

Hay momentos en la vida en los que uno se siente desgastado. No es un cansancio físico,
es más bien una especie de marchitamiento lento, como si parte de ti se apagara en silencio.
Y no sabes bien por qué… Hasta que te das cuenta de que hay vínculos que no riegan.
Que hay personas -aunque no lo hagan con mala intención- que te apagan la luz. Y que a veces uno se queda demasiado tiempo donde ya no hay primavera.
¿Por qué?
Porque somos leales.
Porque nos cuesta soltar.
Porque creemos que amar es aguantar cualquier cosa, incluso cuando nos destruye.
Y no. Amar también es saber irse a tiempo.
Saber poner distancia sin odio. Saber que la caridad empieza por cuidar la tierra donde uno crece.
Florecer no es automático. Es un trabajo delicado. Requiere luz, requiere agua, requiere raíces fuertes. Y sobre todo, requiere espacios donde seas bienvenido con todo lo que eres.
Donde puedas crecer sin tener que encogerte para encajar.

A veces, lo más sano -lo más espiritual incluso- es retirarse a tiempo. Guardar silencio.
Y dejar que Dios, la vida o el misterio (llámalo como quieras) haga su trabajo silencioso: podarte por dentro para que renazcas.
Porque lo que parece pérdida, a veces es poda.
Y lo que duele, no siempre daña. A veces prepara.
Hay despedidas que no son falta de amor,
sino respeto por uno mismo. Hay distancias que no nacen del orgullo, sino del deseo profundo de vivir en verdad.
No todos entenderán tu silencio.
No todos entenderán tu alejamiento.
Pero eso no importa. Lo importante es que tú aprendas a reconocer quién te acerca a tu mejor versión y quién te desvía del camino que te está haciendo florecer.
Y en ese discernimiento diario, hay algo profundamente sagrado: la vida que se cuida, el alma que se protege, la flor que elige abrirse solo donde hay sol verdadero.
