Gracias por mis errores. Un trasplantado.

“[...] Los errores, que duelen, al final se convierten en una medicina sanadora, en una cura de humildad, en capacidad de reconstrucción y sobre todo de crecimiento personal y de aprendizaje vital. [...]”

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Si algo me ha enseñado en la vida, han sido mis errores. También es lo que en su momento, alguno de ellos, más me ha dolido. Los que en su día me hicieron sentirme encerrado en la prisión de la culpa, del auto castigo, aunque fuera sólo emocional.

Son esos días en los que uno se siente pequeño, incapaz e incluso alguna vez dan ganas de tirar la toalla. Pero amanece otra vez y la noche recarga nuestras fuerzas, abre la mente y enfoca la mirada en lo esencial, en la clave, en la dovela que se convierte en el sustento del arco de nuestra vida.

Cuando uno camina «con la mirada fija, la cabeza alta y el corazón dispuesto» (Wylie Perrales a Fievel en Fievel va al oeste) hacia un punto querido y soñado, esos fallos, esos errores, no frenan el avance, no frenan la ilusión, no frenan las ganas de llegar al objetivo; al revés, lo facilitan, allanan el camino y nos dan fuerzas y esperanzas de que a pesar de los fallos, el camino continúa, nuestro avance persiste.

Los errores, que duelen, al final se convierten en una medicina sanadora, en una cura de humildad, en capacidad de reconstrucción y sobre todo de crecimiento personal y de aprendizaje vital. En la adversidad y en el error, es donde repasamos nuestra vida, donde valoramos nuestras fuerzas y normalmente, sacamos lo mejor de nosotros mismos.

Esto, se multiplica si es en casa, si es en la familia, si es donde de verdad más nos conocen, donde no tenemos los roles marcados y si las caretas bajadas. Ahí es donde más bonito es después de equivocarse, para luego rectificar. Donde mejor suena la música del perdón y donde más se valoran la armonía y las notas de su música. Perdón sincero que demuestra ese crecimiento personal y ese enriquecimiento vital, que se demuestran en una humildad convertida en grandeza, de la que hablaba antes.

Crecimiento que empieza siendo personal y acaba trasmitiéndose como las ondas en el mar al caer una piedra. Y esas ondas acaban contagiando a todos y ayudando a ser un crecimiento familiar, siendo cada vez más grandes y de más alcance cada una de esas olas, cada uno de los perdones y cada uno de los miembros de la familia en cuestión.

Como si fuera un trampolín, en el que según caemos salimos reforzados hacia arriba, como personas y sobre todo como familia. Que bonito es después de un malentendido, ser el primero en pedir perdón. Y puede uno tener razón, pero a lo mejor falló en las formas, falló en el cariño al expresarse, falló en la magnanimidad con quien erró.

Por eso doy gracias por mis errores, infinitos, mucho mayores en número de lo que desearía y que mis propios triunfos. Pero son los que más me han enseñado, los que más me han hecho crecer, pero sobre todo, los que me han hecho más humilde y más humano, más consciente de mi pequeñez y más agradecido con los dones que Dios me da, en forma personas, de mi familia, mi equipo SAP (Sara, Amelia y yo) y mi familia grande y amigos y de todos los que me animáis cada día, algunos incluso sin conocerme; de dones en forma de habilidades para afrontar los avatares de la vida; de dones en forma de dos trabajos maravillosos que me apasionan, mi consulta y ser profesor de universidad; de dones en forma de capacidad de escribir y en breve poder tener en mis manos, y las vuestras, mi primer libro, etc.

Por eso, como digo muchas veces, tengo mil razones para no estar del todo contento con cosas de mi vida. No saber si voy a poder trasplantarme más y pasar el resto de mi vida en diálisis, perder una pierna y con el tiempo puede que la otra, etc. pero como decía antes, siendo esto razones de peso para quitar la alegría y fuerzas para vivir, poniendo esto tan malo y lo otro tan bueno en una balanza, gana sin duda lo bueno, lo positivo. Porque el que perdona y el que aprende de sus errores, como si cortáramos unas cadenas que nos tuvieran atenazados, sale fuerte, liviano, convencido y ligero a luchar por su objetivo, por sus metas. Sabiéndose querido y sabiéndose mejor que antes de hacerlo, conociéndose mejor, en lo malo, pero también en lo bueno.

Porque sin duda alguna, a la felicidad se llega más fácil por actitud y ganas, que por aptitud. Y fueron esos errores pasados que dolieron y me marcaron, los que me enseñaron a valorar cada pequeño detalle de la vida, de las personas, esos detalles que no son materiales y a veces casi hasta invisibles, pero que alegran y rejuvenecen el corazón. Como el acueducto que dos mil años después se sabe majestuoso, así debemos ser nosotros. No por ser mejores que otros, sino por ser cada día, o intentarlo, mejor que nuestra versión pasada, mejores hoy que ayer, en continuo crecimiento y mejora, buscando la mejor versión de la obra inacabada que somos cada uno.

Que mejor momento que los últimos días del año para repasarlos y aprender de ellos.

Como digo siempre, ¡soy un tipo con suerte!

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