La vida es el regalo más grande que se nos ha dado, y cada instante, desde su inicio hasta su término, tiene un propósito eterno. No somos dueños de la vida, pero sí sus guardianes, llamados a protegerla, respetarla y llenarla de amor.
Desde el milagro de la concepción hasta el último aliento, toda vida es sagrada. No importa si viene acompañada de fragilidad o dolor, porque esas son las ocasiones en las que se nos da la oportunidad de amar más profundamente.
Defender la vida no es solo un acto de justicia, sino de ternura. Es reconocer que cada corazón que late es una historia que merece ser contada, y cada respiro es un susurro del Creador que dice: “Te amo, te quiero aquí”.
Los cuidados paliativos nos enseñan que incluso en el sufrimiento hay dignidad, y que acompañar a alguien hasta el final con cariño y respeto es un acto de amor divino. Un corazón que se entrega al cuidado de otro es un reflejo del mismo Cristo, que nos sostiene en nuestras cruces.
No se trata solo de prolongar días, sino de llenarlos de sentido, de presencia, de esperanza. Porque nadie debería morir solo, nadie debería sentirse como una carga. En cada mirada, cada gesto y cada palabra hay una oportunidad de transmitir lo más importante: amor.
La espiritualidad nos recuerda que este mundo es solo un paso hacia algo mayor. Así que cuidemos la vida con esa certeza, con los ojos puestos en la eternidad y las manos dispuestas a abrazar. La vida tiene valor, siempre. Desde su inicio hasta el final, es una historia escrita por Dios, y a nosotros nos toca acompañarla con respeto, cariño y fe.
Hoy toca rezar por los millones de vidas arrancadas antes de tiempo.
La última foto, de los pies, es un detalle que puso Amelia en el Belén al preguntarme que eran esos mini pies y le expliqué qué significaba un no nacido.