Ayer di un testimonio en Nuestra Señora de la Visitación, en Las Rozas.
Y me volví a casa con el corazón lleno.

Jóvenes —y no tan jóvenes—, escuchando con los ojos abiertos y el alma despierta.
Riendo, llorando, haciendo silencio.
Descubriendo, o redescubriendo, que la vida es un regalo.
No siempre fácil, no siempre justa…
Pero siempre un regalo.

Y qué suerte la mía.
Qué suerte poder mirarles a los ojos y decirles:
Aun con una pierna menos, con cicatrices, con miedo, con cansancio…
la vida merece la pena.
Y que alguien asienta, y se emocione, y diga:
“Gracias por recordármelo”, eso sí que es un regalo.
Yo vine a dar testimonio.
Pero el testimonio me lo he llevado yo.

Y de regalo, un rato de preguntas.
Y después, confidencias.
Historias compartidas, heridas parecidas, esperanzas intactas.
Y libros… firmados entre abrazos, risas y alguna lágrima.
Qué misterio tan hermoso este de darse… y recibir tanto más.
Soy un tipo con suerte.
Muy, muy afortunado.
