Ayer fue nuestro aniversario. No hay receta perfecta.
Pero hay ingredientes sin los que no se puede construir un amor que madure, que crezca, que perdure.
Desde el noviazgo empezamos a cimentar algo más grande que nosotros. No sabíamos todo lo que vendría… pero sí sabíamos cómo queríamos vivirlo:
con comunicación real, con respeto que no se agota,
con el arte de ceder —incluso teniendo razón— y con un perdón que no lleva la cuenta.
Porque amar no es ganar discusiones, ni tener el control, ni exigir que el otro cambie. Amar es acompañar, es escuchar, es sostener… es no soltarse incluso cuando todo parece decir “ya no”.

Sara y yo no hemos tenido una vida fácil. Pero sí un amor fiel. Y cuando el amor es fiel, se vuelve fuerte. Las pruebas —la enfermedad, el dolor, las caídas— no nos rompieron: nos soldaron más fuerte.

Y hoy, trece años después, puedo decir que no somos sólo un matrimonio. Somos un equipo.
El equipo SAP:
Sara, Amelia y Pablo.
Tres nombres, un solo corazón. Una historia llena de cicatrices… y de gracia.
Amelia es el regalo que vino a multiplicarlo todo.
Nos recordó que la vida, incluso herida, puede florecer. Que el amor se transmite, se hereda, se juega en el suelo del salón mientras ella corre y ríe sin saber cuánto nos cura.
Gracias, Señor, por haberme dado esta vocación de esposo y padre.
Gracias por llamarnos a vivir este amor como camino, no como meta.
Gracias por enseñarnos que cuando Tú estás en medio, el amor no se gasta: se transforma en don.

Sara, gracias por seguir eligiéndome cada día.
Amelia, gracias por ser luz incluso sin intentarlo.
Y gracias a este equipo SAP, que me recuerda que la santidad empieza en casa… y que el amor de verdad siempre tiene forma de cruz, pero también de abrazo.
