40 años de mi Primera Comunión.
Hoy hace 40 años recibí por primera vez a Jesús en la Eucaristía. Tenía 8 años, la cabeza llena de sueños y el alma tocada —aunque no lo supiera entonces— por una promesa que iba a acompañarme toda la vida: la fe recibida en casa, en familia, como un regalo silencioso pero poderoso.

No fue un evento aislado, fue el comienzo de un camino. No entendía todo, pero sí sabía que algo grande pasaba. Y con el tiempo, he visto que ese “algo” ha sido mi refugio en medio de las tormentas, mi alegría en las cumbres y mi esperanza cuando parecía que todo se oscurecía.
Gracias a mis padres y padrinos, que sembraron con ternura el Evangelio en lo cotidiano.
Gracias por enseñarme a rezar, a confiar, a mirar más allá.
Gracias por mostrarme que la fe no es un conjunto de normas, sino una historia de amor vivida en comunidad, en familia, en lo escondido.
Hoy, 40 años después, sigo redescubriendo lo que recibí aquel día:
Un Dios que no se cansa de caminar conmigo.
Un pan que alimenta mucho más que el cuerpo.
Una familia de fe que me sostiene, incluso cuando mis piernas tiemblan.

Y ahora que soy padre, entiendo aún más el regalo que me dieron.
Porque la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos no cabe en una cuenta bancaria… pero sí en un corazón que sabe a quién pertenece.
Gracias, Señor, por venir a mi vida aquel día.
Y gracias por seguir quedándote.