De niño el cementerio no dejaba de ser lo que estaba a la derecha en un camino que le daba nombre por donde íbamos rápido con la bici y que producía respeto, miedo y atracción y a partes iguales como si fuera un pueblo abandonado.
Más adelante entré a un entierro como monaguillo un día de tormenta, con mi amigo Willy al lado, también monaguillo, y Don Pedro de sacerdote, y me llenó de curiosidad ir y algún susto nos dieron los relámpagos y truenos furtivos.
Pero con el paso de los años ese pueblo abandonado fue poco a poco poblándose de gente importante, abuelos, tíos, amigos de mis padres y mi suegro al que nunca conocí, tenemos pendiente conocernos y charlar largo y tendido en el cielo, e incluso una sobrina segunda, dos amigos y algún compañero de curso de prematura partida y padres y abuelos de amigos.
Dejó de ser un lugar de terror para llenarse de pena y desconsuelo, de ser atractivo para ser una imposición de la vida, pero nunca dejará de dar respeto. El respeto del hueco dejado en nuestras vidas el vacío de su partida.
La muerte no es el final y, tras el examen final del amor, esperemos reunirnos de nuevo no para un tiempo terrenal con dificultades y prisas, sino con toda la eternidad para nosotros.
“Cuando, Señor, resucitaste
Todos vencimos contigo
Nos regalaste la vida
Como en Betania al amigo”
Hoy día de todos los difuntos recuerdo en mi corazón, en mi mente y oración cada año a más personas, señal de que avanzo y crezco y esa liviana mochila de niño se va cargando con el paso de los años.
Quedan sus memorias y enseñanzas, el tesoro de recuerdos, como el tesoro que siempre os digo que intento atiborrar hasta rebosar con Amelia, que eso nunca desaparece aunque algún día se difumine la cara o se distorsione la voz.
Un abrazo fuerte en este día de difuntos y unidos en oración