El dolor cambia. A veces, destroza. Pero otras, si lo abrazamos con fe, nos reconstruye.
Estar enfermo no es solo un cuerpo que falla. Es la incomprensión de quienes no pueden ver más allá de su salud. Es la desazón de no saber si mañana dolerá menos. Es el miedo a ser una carga. Es sentirse extranjero en un mundo que no se detiene, mientras uno aprende a vivir a otro ritmo, con otras prioridades.

Pero en esta fragilidad, en esta cruz, Dios hace algo increíble: nos transforma. Nos enseña que no somos menos por sufrir, sino más por seguir amando a pesar de ello. Nos da una fuerza que no viene de músculos ni huesos, sino del alma que aprende a sostenerse en Él. Nos abre los ojos a una verdad que muchos olvidan: la vida no vale por lo que podemos hacer, sino por lo que somos y por cuánto amamos.
Y en medio de todo, están ellos. Los que no se van. Los que nos recuerdan con una mirada, un gesto o un silencio que seguimos siendo valiosos. Que no estamos solos. Que nuestra cruz, compartida, se hace más ligera. La familia, los amigos, los que sostienen cuando las fuerzas fallan, los que nos aman en los días buenos y en los que duelen. Sin ellos, este camino sería imposible. Son el rostro humano de Dios en nuestra vida, la prueba de que el amor siempre encuentra la manera de abrazarnos, aunque no haya palabras.

Hoy, si sufres, no te rindas. Si acompañas, no te canses. Porque este camino, aunque duro, es sagrado. Y lo que ahora parece ruina, en Dios siempre acaba siendo resurrección.
