Muchos me preguntáis porqué pongo ofrezco en mis fotos de diálisis.
Alguna vez te has sentido invisible?
Como si todo lo que haces —con esfuerzo, con cariño, con cansancio— no tuviera un valor real. Como si tus días se repitieran sin dejar huella. Como si el bien que haces no sirviera para nada.
A veces nos enseñaron que solo lo “grande” cuenta. Que hay que hacer algo extraordinario para que Dios nos mire. Pero eso no es verdad.
En la fe cristiana hay una práctica sencilla y revolucionaria: el ofrecimiento de obras.
Consiste en ofrecerle a Dios tu día, tal como venga. Tus alegrías, tus tareas, tus dolores, tu cansancio. Todo.
Desde hacer la cama hasta cuidar a un enfermo.
Desde llorar en silencio hasta sonreír sin ganas.
Todo puede ser ofrenda.
Todo puede tener valor eterno.
No es un rito mágico. Es una actitud del corazón. Una forma de vivir con sentido.
Al ofrecer tus obras, no solo te transformas tú:
- Descubres paz en medio del caos.
- Encuentras fuerza donde creías que ya no quedaba.
- Empiezas a mirar tu vida con gratitud.
También beneficia a otros. Puedes ofrecer por una persona concreta. Por alguien que sufre, que está solo, que ha perdido la fe. Puedes pedir: “Señor, toma este día. Que lo que viva sirva para consolar, sanar, sostener a otro.”
Y aunque no lo veas, Dios lo hace fecundo.
Tu dolor ofrecido puede ser consuelo.
Tu alegría ofrecida puede ser luz.
Tu día, vivido con amor, puede ser una semilla que florece donde menos imaginas.
En el fondo, ofrecer es aprender a amar de forma concreta. Y amar así —desde lo pequeño, desde lo escondido— es vivir como vivió Cristo.
¿Has ofrecido alguna vez tu día por alguien?
¿Sabes por quién podrías ofrecerlo hoy?
Tu gesto puede ser oración.
Tu vida puede ser respuesta.
Y tu día… puede ser santo.