Hay un tipo de silencio que no es compartido.
No ocurre en compañía, ni en una sala de hospital, ni con la mano de alguien entrelazada en la tuya.
Es otro.
Es el silencio con uno mismo.
Ese que muchas veces evitamos… porque duele.
Porque en el silencio real —el de verdad— no hay filtros.
No hay pantallas.
No hay música de fondo.
Solo estamos nosotros, con nuestras preguntas, nuestras heridas, nuestras ganas de huir… y nuestras profundas ganas de volver.
Volver a lo esencial.
A lo que somos de verdad.
A lo que hemos olvidado, escondido, pospuesto.
Hay silencios que son como espejos.
Nos muestran lo que no queríamos ver:
la culpa que arrastramos,
el cansancio que negamos,
el alma que pide un respiro.
Pero si aguantamos ahí…
si no salimos corriendo…
si nos quedamos un poquito más,
ese mismo silencio empieza a sanar.
A ordenar.
A poner luz donde sólo veíamos caos.
Y en ese espacio —tan nuestro y tan sagrado—
se empieza a oír otra voz.
No la nuestra.
No la del mundo.
La de Dios.
Porque sí: Dios también habita en el silencio.
En ese susurro suave que no interrumpe, pero que transforma.
En esa presencia que no necesita palabras, pero lo dice todo.
En esa paz que no viene del ruido de fuera, sino del reencuentro de dentro.
Si hoy puedes, regálate un ratito sin nadie.
Sin móvil. Sin prisa. Sin miedo.
Cierra los ojos.
Respira.
Escucha.
Quizá al principio solo oigas tus pensamientos dando vueltas.
Pero si permaneces…
si te quedas…
puede que descubras algo más.
Puede que te encuentres.
Y que en ese silencio, Dios te esté esperando.