Ayer la vida me puso de frente con la muerte.
A mediodía, un tanatorio. Un amigo había perdido a su madre.
Por la noche, un funeral. Otros amigos, a su padre.
Son momentos que no se pueden explicar. Solo se viven. Se atraviesan.
Con los ojos llenos de lágrimas y el corazón apretado.

Gracias a Dios, aún tengo a mis padres conmigo. Pero me quedé pensando en lo que será ese día.
En el vacío que deja quien ha sido raíz, refugio y guía.
Pero también pensé en lo otro. En lo que no se va.
Porque si bien es cierto que necesitamos llorar, gritar, rompernos un poco…
también es cierto que el amor que nos dieron no muere.
Queda lo vivido.
Queda esa mirada suya que aún llevamos dentro.
Sus manos enseñándonos a caminar, a rezar, a sostenernos en el dolor.
No se van del todo. Solo cambian de casa.
Van al lugar donde todo tiene sentido, donde no hay lágrimas ni enfermedad ni despedidas.
Al Cielo. Al gran banquete del que habló Jesús.
Y desde allí —aunque no los veamos— seguirán estando.
Iluminándonos en los días oscuros.
Abrazándonos cuando más lo necesitemos.
Susurrándonos al alma cuando el mundo calle.
Porque el amor verdadero nunca muere. Solo se transforma.
Y cuando rezamos, los sentimos cerca.
A los que hoy lloran, mi abrazo.
Y a los que ya partieron… descanso eterno en los brazos del Padre.
DEP.