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La enfermedad no se lucha, se vive. Un trasplantado

“La enfermedad nos cambia, pero no nos define. No somos únicamente cuerpos que fallan, ni almas atrapadas en la vulnerabilidad. Somos historias en construcción, somos encuentros, somos huellas que permanecen en quienes amamos.”

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Nos han repetido tantas veces que hay que “luchar contra la enfermedad” que lo hemos creído sin darnos cuenta. Pero, ¿qué pasa cuando la enfermedad no tiene cura? ¿Cuando es crónica y no se va a ir nunca? ¿Cómo se supone que se gana una guerra contra algo que siempre va a estar ahí?

Si pensamos que solo hay dos opciones —vencer o ser vencidos— nos condenamos a una batalla imposible. Y cuando la enfermedad persiste a pesar de nuestros esfuerzos, lo único que queda es la frustración, el agotamiento y la dolorosa sensación de haber fallado. Pero, ¿fallado ante quién? ¿Bajo qué criterio? La vida no es un combate de victoria o derrota; es un camino, y cada paso cuenta.

Por eso, la verdadera lucha no es contra la enfermedad, sino con nosotros mismos. Es el esfuerzo por encontrar sentido en medio de la incertidumbre, por no dejarnos arrastrar por la desesperanza, por aprender a vivir con nuestra realidad sin que nos robe la alegría. Es la lucha de la confianza: en Dios, en nuestra propia resiliencia, en el amor que nos sostiene.

Y aquí es donde entra la familia. Porque ellos no son solo testigos de nuestra enfermedad; la viven con nosotros, la sienten, la cargan a su manera. Para ellos también puede ser una fuente de desgaste o una oportunidad de crecimiento. Si la ven como una guerra que hay que ganar, solo encontrarán cansancio. Pero si la abrazan como un proceso de amor y aprendizaje compartido, entonces el sufrimiento deja de ser un enemigo y se convierte en un maestro.

La cruz pesa, sí. Pero no es un castigo. No es un enemigo a abatir. Es parte del misterio de nuestra existencia, y abrazarla con sentido y com amor transforma la manera en que la llevamos. No se trata de rendirse, sino de caminar con ella, con dignidad y con esperanza. Y para eso, la clave no es pelear… sino aprender a vivir.

Aprender a vivir significa reconciliarnos con lo que somos hoy, no con la imagen de lo que fuimos ni con el espejismo de lo que quisiéramos ser. Significa entender que nuestra valía no está en lo que podemos o no podemos hacer, sino en el amor con el que vivimos cada instante.

Significa también darnos permiso para sentir: para llorar cuando duela, para reír cuando haya luz, para abrazar a quienes nos rodean sin miedo a ser una carga. Porque la verdadera carga no es la enfermedad, sino el silencio, la culpa y la sensación de estar solos en esto.

Pero no estamos solos. Nunca lo hemos estado. Y cuando aprendemos a ver nuestra realidad con otros ojos, cuando dejamos de pelear contra nosotros mismos y nos abrimos a la posibilidad de vivir con plenitud, incluso en la fragilidad, la enfermedad deja de ser el centro. Porque la vida es mucho más grande que cualquier diagnóstico.

La enfermedad nos cambia, pero no nos define. No somos únicamente cuerpos que fallan, ni almas atrapadas en la vulnerabilidad. Somos historias en construcción, somos encuentros, somos huellas que permanecen en quienes amamos.

Y en ese amor, en esa entrega cotidiana —hecha de paciencia, de abrazos silenciosos, de fe compartida— encontramos la verdadera victoria. Porque vivir con plenitud no es no tener heridas, sino aprender a caminar con ellas, con la certeza de que aún con nuestras cicatrices, aún en medio del dolor, la vida sigue siendo un regalo.

Un regalo que vale la pena vivir, no desde la lucha, sino desde la entrega.

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