Preparándonos para la Cuaresma: cuando el ayuno, la limosna y la fe se vuelven vida.

Llega la Cuaresma. Otra vez se nos habla de ayuno, limosna y oración. Y si somos sinceros, a veces suena a lista de deberes religiosos, algo que «hay que hacer». Pero, ¿y si esta vez lo miramos desde otro lugar?
La vida, con sus golpes y sus silencios, ya nos ha enseñado a ayunar, a dar y a creer.
Ayuno: cuando perder es inevitable. Cuando la enfermedad llega, el ayuno no es opcional. Se ayuna de fuerzas, de autonomía, de planes. De pronto, lo que dabas por hecho desaparece. No eliges qué perder, pero sí qué hacer con ese vacío: llenarlo de rabia o dejar que Dios haga espacio en él.
Limosna: dar desde la herida. Cuando el dolor aprieta, la limosna cambia de forma. Ya no es solo lo material, sino el regalo de la paciencia cuando duele esperar, la sonrisa débil que sostiene a otro, la compañía silenciosa cuando no hay palabras. Porque dar no siempre es desde la abundancia, a veces es desde la escasez, y ahí es donde más vale.
Fe: la única luz en la oscuridad. Cuando la vida se tambalea, la fe deja de ser un concepto bonito. Se convierte en un salvavidas. Es fácil creer cuando todo va bien; el desafío es creer cuando todo se derrumba. Cuando confiar en Dios no es un adorno, sino la única opción real.
La Cuaresma no es solo un tiempo litúrgico. Es un entrenamiento para lo que la vida, tarde o temprano, nos pedirá: aprender a perder sin perdernos, a dar desde la fragilidad y a creer cuando todo tiembla.
Este Miércoles de Ceniza no es un simple ritual. Es un recordatorio de que lo que ayunamos, damos y creemos aquí nos prepara para la eternidad. Y en ese camino, pido ser más coherente, más auténtico y más centrado en lo único que no pasa: Dios.
