Hoy ha sido uno de esos días que te recuerdan por qué merece la pena seguir adelante, incluso cuando la vida aprieta. He tenido el privilegio de dar una conferencia sobre el valor de la vida a pesar del sufrimiento, y ha sido especial por tres razones que, juntas, han convertido un día cualquiera en uno inolvidable.

Por el lugar. La Facultad de Medicina de la UCM. Aquí estudié la carrera, hice un máster y mi doctorado y donde aún conservo grandes amigos y profesores que han marcado mi camino. Aquí pasé años de esfuerzo, desvelos y aprendizaje, pero también de amistades, risas y crecimiento. Volver no sólo ha sido emocionante, sino un honor. Regresar como ponente, en vez de como estudiante, y dirigirme a los futuros sanitarios que algún día estarán al otro lado de la mesa con pacientes reales… es una de esas vueltas que da la vida y que te hacen sonreír.
Por la compañía. No di la conferencia solo, sino junto al Dr. Isaac Martínez, el cirujano que me amputó la pierna. Y esto, lejos de ser algo incómodo o meramente profesional, fue un regalo. Con los años hemos construido una amistad basada en el cariño en el trato, la verdad al hablar y la empatía al escuchar. No siempre es fácil encontrar médicos con los que puedas generar este tipo de conexión, pero cuando pasa, te das cuenta de que la sanidad no sólo cura cuerpos, también puede sanar almas.
Por el mensaje. Porque hoy, ante un aula llena de estudiantes, hemos hablado de lo esencial: la vida sigue teniendo valor, incluso cuando el dolor aparece. A veces, en la sanidad y en la vida, nos quedamos atrapados en los datos, en los diagnósticos, en los procedimientos… y olvidamos lo más importante: la persona que está al otro lado. Poder compartir mi historia con ellos, recordarles que los pacientes no son solo historiales clínicos, sino personas con sueños, miedos y esperanza, ha sido un regalo.
Un día cualquiera que me recordó que la vida sigue siendo un milagro, incluso con sus cicatrices.