“Y, después de que ustedes hayan sufrido un poco de tiempo, Dios mismo, el Dios de toda gracia que los llamó a su gloria eterna en Cristo, los restaurará y los hará fuertes, firmes y estables.” 1 Pedro 5:10

He encontrado estas palabras maravillosas. Palabras que reconfortan, curan, dan fuerzas y animan a seguir luchando con confianza y ganas.
Recuerdo que un sacerdote me dijo una vez que los enfermos, al sufrir, nos ganamos un salvoconducto hacia la vida eterna. ¿No es un misterio asombroso? Desde nuestra fragilidad, Dios nos abre un camino directo hacia su abrazo.
Pero aquí, en esta vida, seguimos preguntándonos: ¿por qué? Buscamos razones, intentamos comprender, pero el sufrimiento, la enfermedad y la muerte son enigmas que escapan a nuestra lógica. Si nos aferramos al por qué, nos desgastamos en una lucha estéril que solo nos arrastra más hondo en el dolor. En cambio, si buscamos el para qué, todo cambia. Porque el para qué nos da dirección, propósito, sentido.

Y la clave está en la cruz. No en una resignación pasiva, sino en un abrazo consciente. Mirar lo que tenemos, lo que somos, y sobre todo, a quienes nos rodean. Darnos cuenta de que nuestro dolor, lejos de aislarnos, nos une a los demás. Hay quienes entregan su vida para acompañarnos: cónyuges, hijos, padres, amigos, voluntarios que nos acercan la comunión, médicos, enfermeras, seguidores que rezan desde la distancia. Cada uno de ellos nos recuerda que no estamos solos.

Hoy quiero dar gracias. Gracias a Dios por esculpirme con su cincel, aunque duela. Porque cada golpe, cada herida, cada cicatriz, forma parte de su obra de arte. Y como todo buen artista, Él ve en nosotros una belleza que nosotros mismos aún no alcanzamos a comprender.

Todas las fotos son de archivo.