9 semanas y 1 día. Ese ha sido el tiempo. Casi todo en reposo absoluto. Tres operaciones, dolor físico, dolor emocional, incertidumbre… pero, sobre todo, mucha felicidad.
Suena extraño, ¿verdad? Felicidad en medio del sufrimiento. Pero ahí estaba, creciendo, en cada mirada de Sara, en las risas de Amelia, en las manos de mis padres sosteniéndome, en la llamada de un amigo,. En recibir la comunión cada día, cada oración susurrada, cada libro leído, cada línea de mi tesis estudiada para luego ser defendida con más corazón que fuerzas.
Y ahora lo sé: quiero MÁS.
Quiero más Dios en mi vida. Más de ese Amor infinito que transforma el sufrimiento en paz y la rutina en misión. Quiero vivir para contártelo, porque este regalo no es solo para mí. Es para ti. Para todos. Porque mucha gente lo más cerca que tendrá el evangelio es nuestra vida.
No podemos guardarlo. Hay un Dios que nos ama con locura y quiere llegar a cada rincón del mundo, a cada rincón de tu vida. Debería ser el sentido de la vida de cada cristiano, la evangelización y el apostolado.
Hoy, más que nunca, lo grito desde lo más profundo: quiero vivirlo, quiero que lo sepas. Quiero que lo vivas.
“Gratuitamente han recibido este regalo; dénlo también gratuitamente.” (Mt 10, 8)
Y ahora que estamos en Adviento, ¿qué te detiene para abrirle la puerta?