No sé en qué momento exacto lo entendí.
Quizá fue en una habitación de hospital,
quizá en una madrugada en la que me dolía todo,
o quizá en uno de esos domingos en los que el mundo parece pararse un poco…
Pero lo entendí:
No siempre necesitamos palabras.
A veces, lo único que de verdad necesitamos… es que alguien esté.
He pasado por silencios duros, incómodos, de esos que cortan el alma.
Silencios en los que se esconde el miedo, la incertidumbre, la rabia contenida.
Silencios que gritan lo que no nos atrevemos a decir.
Pero también he descubierto otro tipo de silencio.
Uno que sana. Que sostiene.
Un silencio lleno de amor.
El que se da cuando no hay necesidad de hablar, porque el corazón ya lo ha dicho todo.

Recuerdo estar en la UCI, sin poder moverme apenas, con mil tubos y un cuerpo que ya no me reconocía.
Y ver a Sara, ahí sentada, sin decir nada.
Sólo estaba.
Y con eso bastaba.
Su silencio era abrigo.
Era un “aquí estoy” sin letra, sin ruido, sin condiciones.
Recuerdo una noche en la que lloré sin lágrimas,
mientras Amelia dormía sobre mi pecho.
No dije nada.
Sólo cerré los ojos y su respiración tranquila me recordó que el amor también se dice en silencio.

Y pienso en Dios.
Que tantas veces no responde como querríamos.
Que parece callar…
pero que en ese silencio también abraza.
También habla.
También salva.
Hoy es domingo.
Y quizá no hayas tenido grandes planes.
Quizá estés en casa, solo o acompañado.
Pero si puedes, regálate un momento de silencio compartido.
Mira a quien tienes cerca.
Coge su mano.
Y no digas nada.
Porque en este mundo lleno de palabras,
estar de verdad…
sigue siendo el gesto más poderoso.