Viernes Santo, día de muerte. Desde que nacemos, hay una certeza que nos acompaña, aunque rara vez queramos mirarla de frente: vamos a morir. Lo sabemos, lo aceptamos como teoría, pero vivimos como si no fuera con nosotros. Hablamos de la vida, del futuro, de los sueños… pero evitamos hablar de la muerte. Nos incomoda. Nos duele. La disfrazamos con eufemismos o cambiamos rápido de tema. Nos cuesta reconocer que somos de paso, que este mundo no es nuestro hogar definitivo.

Cuando la enfermedad se instala en tu vida, el tiempo deja de ser una línea infinita y se convierte en un recurso frágil, limitado. Te obliga a un desprendimiento paulatino, a una renuncia progresiva que empieza por lo más superficial y termina tocando lo más profundo. Se van las fuerzas, se van las certezas, se van los planes a largo plazo y, con cada pérdida, queda al descubierto lo esencial. La enfermedad, con toda su dureza, es también un cincel que talla con precisión, que quita lo innecesario y deja solo lo que realmente importa.

Ser consciente de que mi muerte puede no ser lejana, al menos en términos biológicos y de cronos, me ha hecho libre. Porque el tiempo real, el que importa, no es el de los relojes sino el de Dios, el Kairós. Y en ese tiempo sagrado, he aprendido a vivir sin miedo. Libre para aprovechar cada día sin la ansiedad de un futuro incierto, pero sin perderlo de vista. Libre para amar sin medida, sin reservas, sin la mezquindad de quien cree que habrá otra oportunidad para decir «te quiero». Libre para entregarme a los míos hasta el extremo, porque nada de lo que doy se pierde, porque el amor que siembro es lo único que queda cuando ya no estamos. Libre para vivir con pasión, con intensidad, sin posponer la felicidad para un mañana que no sé si llegará. Libre para ser yo, sin disfraces, sin máscaras, sin el peso del qué dirán.

Y sobre todo, me ha regalado algo que no cambiaría por nada: la conciencia de lo frágil que es todo, y de lo inmenso que es cada momento con quienes amo. No hay dolor que me haya dolido tanto como la posibilidad de no ver crecer a Amelia. No hay oración más sincera que las que salen de mis labios cuando veo a Sara dormida y me inunda el amor por ella. Ellas me recuerdan cada día que sigo aquí. Que respiro. Que puedo seguir dando lo mejor de mí, aunque a veces no me quede mucho más que mi entrega.

Podría lamentarme por todo lo que me falta. Y si me detengo a pensarlo, claro que hay muchas cosas que no tengo, muchas cosas que he perdido. Pero cuando elijo mirar desde el agradecimiento, me doy cuenta de que lo que tengo es inmenso. La vida, en su fragilidad, es un milagro constante. Y aunque el final sea inevitable, mientras el corazón siga latiendo, hay vida. Y donde hay vida, hay oportunidad para amar, para reír, para abrazar, para dejar huella. Para vivir de verdad.
Hoy, Viernes Santo, contemplo la Cruz. Y en ella no solo veo dolor. Veo entrega. Veo amor llevado hasta el extremo. Veo a un Dios que no rehuyó la muerte, sino que la abrazó para enseñarnos a vivir.

La muerte me enseñó a vivir. Y yo elijo hacerlo hasta el último aliento. Porque la vida no es como viene, es como la afrontamos.