
4 años desde que mi vida cambió para siempre. 4 años de mi amputación. 4 años con Blas. 4 años de sangre, sudor y lágrimas. De dolor, de incomprensión, de preguntas sin respuesta, de noches en vela buscando un sentido. Cinco años de trabajo emocional y físico, de reconstrucción desde las ruinas, de aprender a vivir con una herida que parecía imposible de cerrar. De mirar mis cicatrices y preguntarme «¿por qué?».

Pero también han sido cuatro años de superación, de gloria, de retos, de esperanza. Cuatro años en los que la fe, el tesón y el amor han transformado mi historia. El dolor que parecía injustificado se convirtió en un cincel que, con paciencia, fue tallando algo nuevo en mí. Aprendí a abrazar la cruz, a mirarme con ojos nuevos, a aceptar mis cicatrices como parte de una historia que no es de derrota, sino de victoria. De retos que parecían imposibles y que ahora son victorias. De esperanza. De dar mis primeros pasos. De volver a ilusionarme con la vida.

La amputación no sólo me quitó una parte del cuerpo, también me despojó de miedos, de prejuicios y de la necesidad de que todo fuera «como antes». ¡qué digo como antes! ¡mucho mejor!. Porque la vida no trata de volver atrás, sino de seguir adelante con lo que somos hoy y sacando nuestra mejor versión cada día.

Y hoy soy un hombre afortunado.
Dios me regaló un camino difícil, sí, pero no me dejó recorrerlo solo. Me enseñó a abrazar mi cruz, a mirarme con amor, a aceptarme con mis cicatrices y a descubrir que la vida sigue siendo maravillosa.

Porque sí, después de todo, esto ha sido un milagro. Pasar de la oscuridad a la luz, del vacío a la plenitud, de la desesperanza a la gratitud. Y no, no ha sido suerte, ha sido fe. Una fe que me devolvió el sentido, que me enseñó a mirar más allá de la pérdida, que me recordó que la vida sigue siendo un regalo, un presente que bendecir cada día. Aprendí a dejar atrás los «porqué» e hice míos los «para qué».

Afortunado porque nunca caminé solo. Porque tuve la mejor compañía en este viaje: mi equipo SAP—Sara y Amelia—que han sido mis manos, mis pies y muchas veces mi corazón cuando el mío flaqueaba llevando ellas su pesada mochila a la vez. A mis padres, que siempre estuvieron a mi lado y no debe ser fácil ver a un hijo pasar por eso. A mis amigos, que me llevaron en volandas cuando pensé que no podría dar un paso más. Solo, esto habría sido imposible.

Y hoy, cuatro años después, miro atrás y veo no sólo dolor, sino crecimiento. No sólo cicatrices, sino belleza. No sólo pérdidas, sino bendiciones. Y por eso, después de todo, puedo decir alto y claro, con una sonrisa sincera y el alma en paz:
Soy un tipo con suerte. Porque la vida no es como viene, es como la afrontamos.
